sábado, 1 de diciembre de 2018









Estoy en la cima
de una solitaria montaña,
poblada de esbeltos pinos
y aromático espliego.
Me recreo en la visión
de la bravía mar inmensa.
Pájaros cantores
distraen mi frágil atención.
Y cuando vuelvo a mirar
la inmensidad fecunda
encuentro sin gota de agua
un extenso valle arenoso,
lecho sin ninguna presencia,
fosa solemne y profunda,
parece una cuna vacía.
Así es su ausencia.








El goteo de sus miradas
calaba tan profundo
en el árido secano
de mi receptiva retina,
que yo me las bebía
como hace la tierra
con la lluvia del verano.








Estábamos fundidos
en un abrazo tan profundo
que oíamos rodar y rodar,
al unísono,
los insistentes latidos
de nuestros aturdidos
y felices corazones,
la negrura de la noche
y el silencio del mundo.